miércoles, 21 de octubre de 2009

Camino


Le hablas otra vez a mi corazón muerto.
No hay respuesta.
Mientras te enojas mi cuerpo se desvanece en
el mismo viejo sofá.

Te puedo ver a lo lejos, llorando.
Me cubro los ojos con la mano izquierda,
mi derecha, inmóvil, ahogada en lúpulo.
Te pierdo.

Odias la esperanza y, sin embargo, me abrazas.
¿Como puedes soportar el contacto?
Yo siento náuseas recordando la mugre que me envuelve.
¿Qué pasó?

El sonido de la puerta al cerrarse suena mucho más cercano,casi en mi oreja.
Es de noche y no tengo sueño.
LMM

domingo, 11 de octubre de 2009

Sinfonía de Osaka: Coda (Parte 5)


Gabriel había pasado la mañana intentando escribir un poema sin éxito. Angustiado, había roto el espejo del lavabo. Con la mano ensangrentada y maldiciendo, respondió a la llamada de Sara. Tras rechazarla sintió la necesidad inaguantable de fumar. Sólo le quedaban dos cigarrillos, uno era el que le había dado Miquel. Según le contó días después a su hermano, tardó varios minutos en decidirse. Finalmente, escogió la marca de siempre y se marchó a un hospital. La mano le estaba empezando a doler.
Gabriel conseguiría terminar el poema unos días después y el primero en leerlo fue, por supuesto, su hermano. No le gustó.
LMM

Sinfonía de Osaka: Finale (Parte 4)


A la mañana siguiente Miquel salió temprano intentando ignorar el dolor de cabeza. Tardó media hora en darse cuenta de que se había perdido. Otra vez. <> pensó, mientras respiraba profundamente. Fue a sacarse uno de sus cigarrillos, pero la caja estaba vacía.
- Joder - se llevó las manos a los bolsillos, tanteando nerviosamente, se empezó a sentir mareado.
Temblando, se dispuso a cruzar la calle hacia el parque que estaba en la acera contraria. Nunca llegó. Estuvo consiente unos pocos segundos después de que la furgoneta impactará contra él. Había dejado de temblar, no había dolor. Si no hubiera tenido la mandíbula dislocada, una sonrisa irónica habría ocupado su cara. Un hilo de sangre avanzaba lentamente, cada vez más ancho. Cuando Miquel perdió el conocimiento todavía no había logrado entenderse. Como él mismo había dicho sobre los sueños: “nunca se cumplen”.

LMM

Sinfonía de Osaka: Gavotta (Parte 3)


Gabriel vio a Miquel por última vez un sábado por la noche en el único bar que conocía éste último. Tras un saludo silencioso Gabriel se sentó a su lado y pidió una copa, Sara no había vuelto a llamar. Frente a Miquel había una taza de café vacía. Sus ojeras estaba más acentuadas que de costumbre y se sentaba algo encorvado sobre la mesa. Él no solía beber alcohol, sin embargo se pidió también una copa. Bebieron hasta tarde. El bar cerró y tuvieron que salir.
- Por cierto, nunca he sabido donde vives – dijo Gabriel muy lentamente, poniendo excesivo énfasis en cada palabra.
- Al norte de la calle… ¿cómo se llamaba? – Dijo cansadamente mientras sacaba un paquete de tabaco- La que cruza con el parque. Qué más da… ¿quieres probar uno de los cigarrillos?
Gabriel no respondió, pero cogió uno distraídamente. Llegaron al cruce de Osaka, el cual recibió dicho nombre en recuerdo de veinte japoneses de Osaka que se mataron en un accidente de autobús cuando el conductor se quedó dormido. Habían colocado hacía ya tiempo una cruz negra y oxidada. Gabriel se dio cuenta entonces que era probable que los japoneses no hubieran sido cristianos. Aunque allí se separaban sus caminos Miquel todavía estaba allí, observando también la cruz, aunque su mirada vacía y cansada parecía ir mucho más allá del mustio homenaje. Le resultaba muy curioso el hecho de que morir fuera razón suficiente para grabar el nombre de una persona en una piedra. No lo entendía, porque pensaba que el olvido llegaría igualmente. La única forma de quedarse en este mundo es haciendo cosas grandes, y hay gente que puede y otros que no.
- ¿Tienes miedo a morir?- le preguntó entonces a Gabriel mientras se agarraba con torpeza a una señal de tráfico.
- Sí- respondió rápidamente, parecía mucho más sobrio- al menos ahora. No sé, a veces todo parece tan complicado.
Miquel no pudo escuchar todo lo que dijo, ya que se había apartado a un lado a vomitar. Casi una hora más tarde, Gabriel llegó a la casa de Miquel, arrastrando prácticamente a éste, que musitaba sobre unos versos que intentaba recordar. Su casa era mucho más pequeña de lo que Gabriel esperaba. Entró y dejó a Miquel en el sofá. Al ver la luz de la cocina encendida fue a apagarla. Dentro se encontró a una mujer obesa, cuya cara arrugada estaba atravesada por unas líneas serpenteantes en el maquillaje algo excesivo.
- No despiertes a mi madre, déjala dormir, lo necesita.
Miquel seguía en el sofá con tumbado, hablando en voz baja. Había comenzado a susurrar palabras inconexas, mientras sus ojos permanecían cerrados. Gabriel se sintió muy mareado. Cerró la puerta suavemente, sin ni siquiera despedirse. Tras ella seguía escuchando a Miquel murmurando frases ininteligibles. Una vez en la calle caminó deprisa, hacía mucho frío.

LMM

Sinfonía de Osaka: Larguetto (Parte 2)


- No sé, la verdad…- dejó el tabaco a un lado- No me importaría ser escritor.
Se volvió hacia Miquel, buscando una reacción. Él sólo frunció el ceño. Aún así resultaba extraño ver esa expresión en su cara. Gabriel se volvió a tumbar en el banco, llevándose otra vez el cigarro a la boca.
- ¿Y tú? ¿no tienes algún sueño, algún fin, cualquier gilipollez de esas que hace que la vida valga la pena?- Nada más terminar la pregunta Gabriel se sintió tremendamente incómodo. No sabía por qué le había preguntado eso.
Giró la cabeza para ver como Miquel se encogía de hombros sin levantar la cabeza del libro. Sin embargo, Gabriel no pudo evitar observar que su mirada se mantenía en el mismo punto del libro. En una carta que le enviaría a su hermano, Gabriel aseguraba que aquel fue la primera vez que vio una grieta en la máscara de Miquel.
- La verdad, pienso que ser escritor no estaría mal.- dijo Gabriel apagando el cigarrillo y lanzándolo al suelo- mi hermano dice que debería concentrarme en otras cosas, que ser escritor no es lo que yo creo que es. Le encanta leer, ¿sabes? Está en la cárcel, pero parece que tienen una pequeña biblioteca allí.
- ¿Qué hizo?
- Mató a un hombre. Curiosamente parece que el hombre se iba a suicidar. Mi hermano nunca me dijo por qué lo hizo.
- Para matar a un hombre hace falta estar muy loco o muy cuerdo.- comentó en voz muy baja, apenas perceptible.
Pasó la página ruidosamente y Gabriel pudo ver parte de la portada, en la que se veía la fotografía en blanco y negro de un hombre atusándose el bigote. No sabía quién era. Bruscamente, Miquel se incorporó de forma repentina, dejando el libro a un lado.
- ¿Qué sentiste?- le preguntó con una mirada expectante.- Cuando murió tu padre, ¿qué sentiste?
A Gabriel le sorprendió la pregunta, no es algo a lo que estuviera acostumbrado a oír. Además, no recordaba cuándo le había hablado de la muerte de su padre, al que encontraron muerto por una sobredosis de medicación, nunca supieron si se había suicidado. No se acordaba si tenía catorce o quince años cuando ocurrió. En el funeral lloró. A la tristeza le sucedió la vergüenza. Luego…un sentimiento imposible de explicar. El mismo que aparecía ahora cuando intentaba pensar en su padre. Muchas veces pensaba que debería haber hecho lo mismo que hizo su hermano entonces: olvidar. El largo silencio fue interrumpido por la voz grave de Miquel.
- Me alegra saber que no soy el único que no sabe qué contestar.
No supo responder.
- Sobre los sueños, haz caso a tu hermano, nunca se cumplen.
Acababa de encender otro de sus olorosos cigarrillos. La tarde había sido muy roja, pero el cielo ahora estaba en un punto intermedio entre el azul oscuro y el fucsia. Cuando Gabriel llegó a su casa intentó ponerse a escribir pero no conseguía pasar de la primera línea. Sara le llamó hacia las diez, preguntándole si quería ir a ver una película el domingo. Gabriel respondió que no le gustaba el cine antes de colgar.

LMM

Sinfonía de Osaka: Allegro (Parte 1)


Miquel Camp vio a su padre morir cuando tenía doce años. Mientras los sesos de su progenitor goteaban por el cristal del camión que lo atropelló, Miquel sólo sintió una gris indiferencia (quizás envuelta en un sentimiento de asco). Según él, este hecho le marcó profundamente para el resto de su vida. Era el tipo de persona que odiaba no tener respuestas a sus preguntas, y nunca comprendió el por qué de dicha indiferencia.
Miquel llegó a la ciudad en su último año de instituto, que nunca acabó. Desde el principio se sintió incómodo allí. Como le diría después Gabriel a su hermano, “era demasiado rubio para esta ciudad”. La metrópoli, cuyo nombre Miquel nunca supo pronunciar, parecía condenada a la falta de movimiento. No había nada.

Gabriel había aceptado finalmente quedar con Sara y no estaba saliendo bien. A la media hora logró escabullirse fingiendo que necesitaba ir al baño en un bar. Se encontró con Miquel tumbado en uno de los bancos fumando. El olor del cigarrillo era extraño, Gabriel nunca supo si describirlo como “repelente”. Minutos más tarde, él sabría que eran unos cigarrillos poco comunes que él conseguía Dios sabe de qué manera… Desde que se intentó suicidar unos años atrás, Gabriel nunca se había relacionado igual con la gente; todos, menos Sara, habían acabado por volver a la sombra de la apatía. Por ello, no es de extrañar que hasta el propio Gabriel le confesara a su hermano tiempo después que era incapaz de comprender qué le llevó a volver diariamente al parque a fumar y a conversar con él. Nunca se acordaría de la fecha exacta cuando le conoció, ni siquiera de cómo exactamente. Quizás fue el hecho de que Miquel hablara sin reparos de su padre, o simplemente por lo que decía.

LMM

viernes, 9 de octubre de 2009

Desigual el relato ganador del 1 accesit del concurso literario del año pasado

Desigual

Todo era tan perfecto, tan sublime; cada jarrón en su sitio, cada plato en su lugar; incluso las asas de las tazas de té estaban colocadas en un excepcional orden. Claro está, todo por mandato del señor, siempre tan meticuloso y excéntrico.

La casa estaba situada a las afueras de Londres, en un pequeño pueblo llamado Waltimore. La mansión que estaba rodeaba por un jardín de dimensiones colosales constaba de cinco plantas. Al lado de esta se encontraba una casa de tres plantas con su propia piscina climatizada y gimnasio reservada para los sirvientes. Para el señor Hocks, la casa era una jerarquía en sí misma. El primer piso estaba reservado para el señor y la señora Hocks; el segundo, para los mayordomos de mayor categoría así como el chofer; después, los guardaespaldas; en siguiente era el ocupado por los invitados y finalmente, en el último piso estaban situados los dormitorios de los hijos de los señores.

En la casa adosada no había jerarquía alguna. Dentro de los grandes muros de piedra, era un territorio tranquilo y de lo más apetecible; sólo el tiempo inexorable era el único elemento disonante.

Tomás, el mayordomo más veterano, procedía de una familia muy humilde; originaria de Cuba. Él y su madre se fueron a España para dejar de vivir en la miseria tras la muerte de su padre en un tiroteo. Pronto, encontró trabajo como mayordomo de una familia adinerada pudiendo mantener a su madre que padecía cáncer terminal. Pero al ser despedido y no tener suficiente dinero para el tratamiento de su madre ella acabó falleciendo; tiñendo de rojo sangre su vida.

Pasó por varios trabajos hasta llegar a ser mayordomo de los señores Hocks.

El viento mecía suavemente las hojas de los magnolios de la entrada principal. Damm; el jardinero; podaba los setos de los muros de piedra de la entrada. Mientras tanto, Josu; su aprendiz; silbaba para atraer a las golondrinas. Tenía los ojos azules como el agua cristalina que discurre enfurecida por los ríos. Sin duda alguna eran los ojos del azul más chispeante que había visto en mi vida. Su tez tostada por el sol infernal y su cabello rubio enredado delataban su procedencia. Tenía chica la nariz y una amplia sonrisa dibujada en sus labios carnosos dejaba entrever unos dientes pequeños blancos como las perlas.

Damm también era moreno y sus ojos cenizos achinados iban a la par con su cabello revuelto color carbón. Tenía una nariz ganchuda, y unos gruesos labios. Sonreía de júbilo; le encantaba observar y admirar a los árboles que él mismo había plantado y dedicado su vida. Esto era lo que le intentaba inculcar a Josu, pero el parecía admirar a los pájaros y su libertad en el aire; no le gustaba como los árboles dependían de la tierra para sobrevivir y estaban anclados en su sitio, sin libertad.

Él señor Hocks aún no se había levantado. Por el contrario, su mujer Isabelle yacía en la mecedora leyendo el periódico. Cuando hubo acabado emitió un bufido y esperó a que su marido bajara a desayunar. Tomás servía la comida mientras comentaba las noticias con Isabelle. Ella mostraba miedo por los robos ocurridos en Waltimore. Los seis se habían producido en familias adineras y ella temía por su provenir.

El Sr. Hocks bajó lentamente por las escaleras de caracol cuando, finalmente, llegó al rellano toda su familia le estaba esperando ansiosos por empezar a comer. Tenía la mirada cabizbaja y su natural sonrisa se había esfumado dejando tras su paso unas débiles comisuras en sus labios carnosos. Isabelle le miró compungida y bajo la vista al suelo. El hijo menor de los Señores Hocks, James, miró a su hermano con desdén y subió al último piso.

Henry, el guardaespaldas, caminó junto al señor Hocks hasta el automóvil y le abrió la puerta. En ese instante Charles subió al asiento del conductor y arrancó suavemente. El motor rugía con un ronroneo suave y delicado. El trayecto hasta Baths discurrió sin ninguna incidencia. El pequeño pueblo estaba situado en las cercanías de Waltimore.

Las casas eran de color rojizo oscuro; de ladrillos; con un tejado levemente inclinado y las chimeneas negras sobresalían apuntando al inmenso cielo color azul turquesa. El único edificio que resaltaba sobre los demás era el ayuntamiento. Una construcción antigua de color blanco y bastante imponente. Tenía dos balcones en el cuarto piso desde los cuales se divisaba a la perfección todo el pueblo y el campanario de la iglesia.

Cuando el coche color negro entró en el aparcamiento de la mansión el sol ya se había ocultado y la luna empezaba a brillar. Se bajaron dos hombres del auto y entonces el conductor apagó el suave ronroneo del motor dejando al silencio y al la penumbra reinar por completo.

Después de que Charles entrara en la casa y marchara a su habitación, un nuevo ronroneo débil y apagado deshizo la tranquilidad momentáneamente. Conforme el automóvil se alejaba de la mansión el suave ronroneo se torno un murmullo inaudible.

Por la mañana el periódico anunciaba en los titulares otro robo ocurrido en el pequeño pueblo. Esta vez había ocurrido en la mansión de los señores Hocks.

Isabelle lloraba desconsoladamente en sus aposentos, su marido estaba con la policía y mientras tanto, Damm intentaba consolar desoladamente a la señora Hocks. Tomás y Charles esperaban en la puerta de la comisaria, apostados al lado del vehículo de color negro de el señor Hocks. Henry discutía con la autoridad calurosamente ya que ellos le acusaban de no haber protegido la casa de los ladrones y él respondía enfadado que su tarea era proteger al señor, defender su vida; no su casa. En este caso la policía resultaba totalmente incompetente, ya que no tenían la menor pista acerca de un posible o posibles culpables y si tenía o tenían cómplices. Los únicos testigos arrojaron muy poca luz ya que sus testimonios resultaban confusos y pobres. Con lo que la policía solo sabía gracias a un confidente anónimo de dudosa veracidad que poseían un coche color negro, robaban a altas horas de la madrugada y eran muy hábiles y meticulosos en su trabajo que estaba excelentemente planificado. El comisario jefe, el señor Normen, un hombre musculoso y de buena familia al que le gustaban los misterios y tenía una abundante materia gris y una sagacidad fuera de lo común, deambulaba por su despacho intentando esclarecer un poco estos casos.

Henry acompañó al señor hasta el vehículo encontrándose con Charles y Tomás que charlaban amistosamente. Al verlos llegar, intercambiaron unas breves palabras y un par de opiniones y se subieron al automóvil. De regreso a la mansión comentaron la desgracia de Isabelle que estaba enferma de un brote psicótico y tenía agorafobia.

Cuando bajaron del coche y caminaron por el camino principal de la mansión, todo estaba en paz, una tranquilidad forzada; ni siquiera un piar de las aves. Al llegar a la mansión vieron el cuerpo sin vida de la señora ahorcada en la escalera interior.

Nadie pudo reprimir un chillido. A pesar de los gritos del señor nadie en la casa parecía reaccionar, los presentes tenían la mirada cabizbaja y los ojos llenos de lagrimas.

El forense dictaminó que era un homicidio y que la causa de la muerte era por estrangulación. Todos los sirvientes habían desaparecido misteriosamente y la casa solo estaba habitada por el señor, su guardaespaldas, el jardinero y su aprendiz, el chofer y los hijos de la fallecida. Estos junto con Josu habían ido al pueblo vecino el día del incidente.

Dos semanas más tarde, la policía había cerrado el caso acusando del homicidio a los sirvientes desaparecidos así como de los robos ya que habían encontrado el cuerpo de uno de ellos en la cuneta con algunos de los objetos sustraídos.

El ambiente en la mansión era tenso, el señor salía más temprano que de costumbre a realizar su trabajo mientras los hermanos mantenían largas conversaciones entre ellos y alguna vez las compartían con Josu. Estos tres parecían los menos afectados por la muerte de la señora. El señor se negaba rotundamente a contratar a nuevos sirvientes por lo que la casa fue descuidada.

Un ronroneo suave se percibió a lo lejos y entonces, se percibió la figura de un coche negro entrando en la mansión. Los hermanos se miraron intrigados y se acercaron al automóvil ya que les sorprendía que su padre hubiera vuelto de los negocios tan pronto.

Al llegar el señor a la mansión vio dos cuerpos inertes ahorcados del magnolio principal. Juntó a ellos yacía un tercer cuerpo acostado sobre la mullida hierba. La sangre discurría por el terreno.

Los presentes se miraron y rompieron a llorar. No tardo mucho en aparecer la policía en el lugar del crimen. El forense dictaminó que habían sido tres homicidios causados por un disparo en el corazón.

El señor Normen recorría nervioso su despacho. Había algo que no encajaba en estos sucesos.

Josu estaba permaneciendo una temporada en casa de sus abuelos, en Baths y cuando se enteró del último suceso volvió a residir en la mansión ya que necesitaban un jardinero.

Ya había pasado un año desde el asesinato a los hermanos y a Tomás. Era una mañana cálida de junio, los primeros rayos de sol despuntaban al alba. Este fue el último día para él. Esa mañana no se levantó como de costumbre, permanecía en la cama desangrado con un orificio de bala en el corazón.

Ya solo quedaban tres personas en la casa, el señor, su guardaespaldas y Josu.

El comisario cada vez veía más difícil el caso ya que todos los sirvientes desaparecidos fueron encontrados muertos en una caseta de campo hará medio año. Él sabía con certeza que el asesino tenía algún odio hacia la familia Hocks y pensaba que era uno de los tres inquilinos de la mansión.

Los comportamientos de los tres fueron, si cabe, más extraños y excéntricos. No se fiaban de nadie, todos vigilaban sus espaldas.

El quince de junio volvió a ocurrir la desgracia, un coche color negro con un delicado ronroneo se estacionó en las cercanías de la mansión. Ese día, apareció un cadáver con una herida de bala en el corazón recostado sobre el sofá. El cuerpo fue encontrado por Josu cuando le iba a despertar de la siesta. Nadie en la mansión oyó ningún disparo ni nada, la paz reinaba absolutamente.

Una semana más tarde, la mansión fue teñida de nuevo de rojo sangre. El último superviviente a aquella matanza, aquel que a ojos de la justicia era un asesino psicópata, fue llamado héroe y aclamado entre sus amigos más íntimos.

Tras la muerte del señor Hocks, su negocio se hundió en el abismo. Al frente de la compañía más grande de importación de petróleo estaba Henry, pero tras su asesinato esta se volvió a hundir y no volvió a emerger nunca más.

El acusado había sido imputado de los asesinatos en la mansión y de planear los robos.

Aquel treinta de junio Josu, fue sentenciado a la horca. A pesar del calor asfixiante, todo el pueblo estaba reunido frente al tablón de madera con la horca; para ver morir al autor de la masacre de la mansión Hocks. El bullicio crecía al aumentar la expectación de la muchedumbre descontrolada. Se podía ver como gritaban al aire y daban gracias a Dios. Era patético, terriblemente patético todos reunidos para ver morir a un ser humano que como ellos había nacido y había sido criado e inculcado con los valores de su familia. Ninguno se preguntó que llevo a un joven cuerdo a matar a sangre fría a todos los residentes de la mansión, nadie se percató de que al subir a la plataforma de ejecución sus labios delataban una sonrisa sincera. Si se miraba más atento se podía vislumbrar una risa camuflada. ¿De qué se reiría ese joven que iba a morir en los próximos minutos? Ninguno tuvo tiempo de descubrirlo, pensarlo o ver su sonrisa ya que todo el pueblo reunido ante el gritaba justicia a cielo. Patético, era patético ver como todos aquellos hombres, mujeres y niños se sentían felices, ilusionados, al ver morir a uno de los suyos. Qué era lo que esperaban encontrar al final de sus días, una escalera de plata, un cielo blanco difuminado entre las nubes; o tal vez, sólo tal vez, el mismísimo infierno.

Un suave y delicado ronroneo permaneció inaudible entre el bullicio, un automóvil color negro se deslizaba silenciosamente hasta la horca. Un hombre musculoso salió del vehículo, sacó un arma y apuntó hacia el acusado. Un disparo resonó en los oídos de toda aquella gente. Cuando pudieron darse cuenta de que Josu yacía muerto delante de la horca con un disparo en el corazón. Sus gritos se convirtieron en plegarias y sus alegrías se volvieron de color negro, se oscurecieron sus ilusiones y esperanzas, la matanza había vuelto. Aquel joven murió antes de ser ahorcado, fue juzgado y condenado por unos crímenes que tal vez, solo tal vez, él no cometió. Se divertía, sonreía, se reía de la ignorancia de los demás. Aquel que amaba la libertad como nadie, ¿podría haber sido capaz de quitársela a los demás? Tal vez, solo tal vez, el habría cometido esos atroces crímenes.

El coche negro se alejó en las lejanías, el caso fue archivado como uno más, la única diferencia es que permanecería en el recuerdo del pueblo, anclado a su memoria.


HEARTLESS