Este mes de marzo parece a una escena teatral. Las filas del patio de butacas; sin embargo, no están inundadas de gente, de un público con ganas de ver, sino de un aguacero invernal que hoy da un respiro. El 5 de marzo al fin conocimos al padre de la criatura. Diego Hurtado de Mendoza había quedado desterrado como autor de la gran picaresca, pero siglos después se ha hecho justicia. La noticia no conmovió demasiado el panorama, el ensayo de la autora que salvó la memoria del caballero no ha sido mencionado. Es del tipo de libros que sólo leen los interesados en la materia. El telón cae sin demasiada emoción, el estadio del equipo galáctico se ha llevado todo el nervio hispánico.
Las cortinas rojas se levantan con un crespón negro. El 12 de marzo, las letras españolas lloraban la pérdida del asiento e minúscula. Valladolid fue la cuna y sepultura del maestro de periodistas y del genio castellano, de aquella última voz que aún llamaba a su tierra Castilla la Vieja.
Una publicación de una revista cultural consigue con cierto entusiasmo levantar una de las esquinas de los paños. Cuentan los expertos que como Quevedo no publicó su obra en vida, muchas de las obras atribuidas a él no pueden ser ni negadas ni aceptadas. Las últimas tienen que ver con los legajos del Manuscrito de Évora (Portugal).
Cerrada ya la sala, el poco público asistente sabe que tiene que escurrirse las ropas. Las infraestructuras tienen otros cometidos, para la cultura ya hay demasiados santuarios. Mientras van dejando el rastro por la ciudad, se preguntan si el agua cayó del cielo o se les fue escurriendo por las mejillas.
A.H.M
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